La inseguridad en debate



Blindar todos los ámbitos públicos como respuesta refleja al avance del delito. Quedó claro en el debate del domingo entre la mayoría de los candidatos presidenciales, y es más que evidente en los avisos gráficos que colman las calles, cuál es el tríptico de reacciones que ofrece el menú electoral contra la inseguridad ciudadana: más policías, más cámaras en la vía pública y leyes penales más rigurosas. Es oportuno entonces alertar con preocupación que dentro de las propuestas de quienes buscan ocupar las mayores responsabilidades de Estado sólo se advierten reacciones paliativas ante el avance inexorable de la delincuencia, pero luce por su ausencia un verdadero plan de armonización social que cambie esa necesidad de seguir cargando cada vez con más guardaespaldas a nuestra tranquilidad pública. Con cierta ingenuidad cabe preguntarse acaso si es que todos planifican un futuro de delincuencia creciente: ¿es que se dan por vencidos antes de empezar la partida?

Superando la lógica empatía con las víctimas puntuales de los ilícitos, pareciera que la visión de los pretensos gobernantes debiera superar la urgencia de la casuística, las referencias genéricas sobre profundizar la presencia policial disuasiva en cada esquina o ambiguas alegaciones a disminuir las desigualdades económicas como meras respuestas mágicas contra un incremento delictual que pareciera que ven como irreversible. Si la inseguridad y el narcotráfico son verdaderos cánceres que jaquean nuestro presente, merecemos un diagnóstico realista que proponga más que meras aspirinas para el futuro: apuntar a igualar la cantidad de policías al de maestros (de lo que estamos cada vez más cerca), además de todo un símbolo disruptivo, será una nueva carga presupuestaria fenomenal a contramano del objetivo constitucional de integración: protegernos contra nosotros mismos nunca puede ser una inversión social positiva.

Primeramente debiera reconocerse la existencia de una realidad social fragmentada: desde hace un par de décadas en nuestro país (y fruto directo de decisiones políticas tomadas entonces en contra de nuestra histórica esencia integradora) existen indicios claros del divorcio vincular entre dos partes de la sociedad que se rigen por escalas de valores contrapuestos, pues a la tradicional sociedad regida por el sistema normativo vigente, se opone una Argentina marginal que fue generacionalmente descalzada del amparo estatal, y desde entonces solo espera pequeñas caricias preelectorales (changas, chapas, etc) y posee una relación traumática con el derecho y con la justicia en particular, que solo se hace presente para perseguir deudas económicas o por presunciones delictivas. Para ellos la democracia es un juego que no los incluye y solo se limitan a ser espectadores anómicos y desencantados. Lejos de estigmatizar ciudadanos ni de buscar justificar conductas ilegales, el reconocer esta fractura social es el primer paso para tomar medidas integrativas efectivas.

Por ello, más que una instantánea foto electoral a la precariedad de la periferia urbana para luego erigir desde el poder contra ellos nuevas murallas policíacas y culturales para segregarlos del resto, los candidatos debieran estar preocupados por desentrañar la lógica de esa relación traumática con la ley que existe en amplias barriadas para entender cómo integrar realmente a todos los ciudadanos en el mismo juego democrático: en el marco de una policausalidad compleja, ahí estará la gran clave de desarticular el germen de la inseguridad que surge principalmente de una franja social que no se siente ni protegida ni -por ende- sujeta a los límites de la ley formal vigente.

Los genuinos puentes de presencia estatal económica que se han tendido últimamente a esa creciente fracción de sociedad marginada, ya a través de asignaciones estatales universales, ya por medidas focalizadas en materia de educación y salud para la juventud “ni-ni”, constituyen parte de un proceso incipiente de inclusión social que lamentablemente parecen no haber perforado la barrera ya asentada generacionalmente de otra exclusión: la normativa. La mayoría de los beneficiarios de planes no los ven como elementos legitimadores de su definitivo ingreso al mismo juego normativo formal (potestades y obligaciones), y para ello basta con analizar cómo resuelven a diario los conflictos internos (usualmente desde la resignación, y siempre fuera de la utilización de la justicia o de los canales pacificadores estatales) y la tolerancia social a convivir permanentemente dentro de sus reglas muchas veces contrarias al orden jurídico vigente (donde suele no cuestionarse colgarse de la luz, ocupar viviendas ajenas, linchar presuntos abusadores, ajustar cuentas violentamente, o incluso esconder a quienes roban a los ricos). Con el pragmatismo de la urgencia, debe dictaminarse que si la contención económica estatal no ha logrado cambiar la tendencia anómica de germinación de nueva delincuencia principalmente de este sector social, es preciso -y hete aquí el gran vacío en el menú electoral- focalizar esfuerzos en trabajar de otra forma con la integración normativa.

Existen múltiples caminos inclusivos para tender a la vigencia de un solo imperio normativo en TODA la sociedad, que naturalmente debieran ser elaborados como un verdadero plan de integración: revolucionar su visión de la justicia mediante un canal permanente y eficiente de resolución de conflictos, aprovechando la penetración de la telefonía celular en todos los sectores sociales (hay más teléfonos móviles que ciudadanos) para brindar un nuevo foro inmediato y gratuito de asesoramiento y resolución de conflictos de derechos (un 911 pero no para denunciar sino para contener); trasladar las defensorías oficiales a los barrios (en lugar de obligar a la dificultosa movilización a tribunales céntricos); articular autoridades barriales democráticas (para cortar con estructuras de liderazgo violentas); generar la presencia interna de articuladores estatales de desarrollo social (centros comunitarios), y tantas medidas similares que siempre serán menos gravosas que seguir erigiendo barreras de desconfianza con los integrantes de aquella fracción social anómica (tan ciudadanos como nosotros, vale recordarlo).

Existe un mandato constitucional que desde el mismo preámbulo obliga a todos los gobernantes argentinos a promover el "bienestar general", garantizando nuestro futuro común, sin exclusiones ni marginaciones sociales. Esta directiva es fundacional, supera coyunturas electorales y fases ideológicas, y conmina siempre inexorablemente a integrar a toda la sociedad, y no a profundizar sus brechas generadas -justamente- por haber desatendido alguna o varias veces a su vigencia, colisionando también con nuestro propio ADN social pues el argentino siempre ha sido fruto orgulloso de la integración de etnias, religiones y tolerancias.  Será imperioso entonces que se cumpla el objetivo prioritario de lograr vivir sin temor constante, pero también que esa tranquilidad no se intente a costa de desconfiar permanentemente de los otros, sino necesariamente a través de la permanente interacción entre todos los sectores de una sociedad justa e integrada. El resto son, bueno es entenderlo, sólo aspirinas.

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