El Desafío de la Independencia

Cabeza de ratón o cola de león? El eterno dilema para toda integración infantil en un grupo social, es también la interpelación que institucionalmente corresponde desentrañar para definir si los argentinos debemos celebrar con honra los 200 años de vida independiente, o simplemente disfrutar de otro fin de semana largo.
Entiendo como otros que recién este sábado 9 de julio se cumplirá el verdadero Bicentenario nacional, pues el país sólo nació como nación cuando se autoproclamó como independiente y soberano de todo otro poder extranjero, consolidando el anticipo de autonomía que se había gestado el 25 de mayo de 1810 (con la decisión porteña de autogestionarse temporariamente hasta que el rey español recuperase su libertad tras la invasión napoleónica). Es recién en la declaración formal realizada en la “benemérita y muy digna” ciudad de Tucumán en 1816 cuando nuestras provincias reconocieron colectiva e irreversiblemente su identidad de origen y su destino común, libre de toda autoridad extranjera, y el ferviente deseo de organizarse en forma definitiva, lo cual se demoraría todavía unos cuantos años hasta la sanción de la Constitución federal que aún hoy nos rige (sancionada el 1º de mayo de 1853).
Esa declaración es entonces nuestra auténtica acta de nacimiento como nación independiente y soberana, por lo que este inminente cumpleaños nacional merece toda la atención y la trascendencia institucional de un hito único y doblemente centenario, para trazar un necesario balance del camino recorrido y anticipar el porvenir, reforzando nuestro compromiso identitario. Y aquí está entonces la razón de esta reflexión, que no es otra que aprovechar la redondez centenaria de esta fecha histórica para autopreguntarnos lo esencial: Somos los argentinos realmente independientes? Vale la pena serlo?
Hay quienes cuestionan a diario el valor real de nuestra independencia: varias veces hemos escuchado a los tradicionales refutadores de todo lo argentino (desconfiados en esencia de nuestra genética social) quienes añoran interacciones más intensas con las grandes potencias globales, pidiendo copiar automáticamente sus fórmulas de progreso, sin esconder su afán de codearse de cualquier forma con los países que consideran realmente exitosos, al invocar que sólo así lograríamos abrevar algo de su poderío económico. Alguna vez hasta se ha llegado al extremo de lamentarse retrospectivamente la feroz resistencia civil que los criollos realizaron en las invasiones inglesas de principios del siglo XIX, imaginando en cambio una dócil recibida a los invasores y un presente anglodependiente, con un estatus de vida europeo.
Pero si es indudable que la idea de la independencia importa una autonomía real en la determinación de las decisiones políticas, económicas y sociales trascendentes de una nación, necesariamente su importancia debe ser evaluada gráficamente con ejemplos antagónicos, como los de aquellos países que carecen de independencia (como ocurre con la latina Puerto Rico, cuya población ha votado mantenerse dependiente del gobierno de EEUU pese a que esa potencia sólo les reconoce a sus habitantes una ciudadanía de baja calidad, con derechos políticos y económicos limitados) o con meros territorios coloniales de nula autonomía (como es la condición actual de los habitantes británicos importados en nuestras Islas Malvinas). A estas poblaciones sumisas quizás les quepa la comodidad de saberse siempre amparadas por una nación poderosa, aunque esa seguridad conlleve el costo de tener que pedir permiso para las cosas importantes: han vendido autonomía por seguridad.
La analogía social más contemporánea es la de los “jóvenes” treintañeros que eligen seguir viviendo en casa de sus padres, con la tranquilidad de contar con cama y comida gratis, pero que mal pueden renegar de los tradicionales reproches paternales hasta para evaluar los riesgos de salir desabrigado.  Es cierto reconocerlo: la independencia (nacional o individual) conlleva necesariamente incomodidades, costos y riesgos que no tienen que padecer los que deciden permanecer eternamente en el vientre materno (o de la metrópoli), pero también lógicamente son el contrapeso natural de quien madura, y asume que su destino debe depender principalmente de su apuesta en sí mismo, y del esfuerzo para lograrlo.
Los arquitectos fundacionales de nuestro país decidieron desde un principio asumir el desafío de constituir una nación libre y soberana, sin precisar de tutores coloniales ni de padrinazgos de potencias foráneas. Por eso, este bicentenario es una buena oportunidad para reflexionar cuánto hemos alcanzado en el desarrollo de nuestra independencia que es, entonces, una cuestión de maduración de una nación, pero también axiológicamente una decisión de dignidad. La Carta Magna argentina conmina a los sucesivos presidentes a respetar siempre nuestra condición de nación soberana, lo que necesariamente los inhibe de arrodillarse ante poderes foráneos (estatales o económicos), como puede ser abrir nuestro territorio a bases militares extranjeras, comprometerse a pactos abusivos o financiaciones usurarias, participar en conflictos bélicos ajenos al interés nacional, privilegiar el trato con naciones que históricamente nos han despreciado y tantos etcétera que pueden graficar nuestra historia reciente.
En un contexto de globalización internacional, medir nuestro grado de independencia actual tampoco puede implicar la alabanza de un desarrollo ermitaño o sellado al resto del mundo, sino un delicado equilibrio de exigencia de igualdad de trato e inteligente potenciación con socios estratégicos como siempre lo serán en primer lugar (por razones geográficas y culturales) nuestros países vecinos.
Nuestra Constitución plasmó la decisión de que seamos protagonistas, asumiendo costos y riesgos, apostando fuertemente a las capacidades de los argentinos y a la riqueza de su tierra, legándonos un gran desafío, tanto como derecho como responsabilidad. Esa independencia nacional escrita con sangre y sacrificio de los padres de la Patria exige que la honremos con la madurez propia de quien –con 200 años- ya puede dejar de ser una “joven república” para ser una nación madura en su planificación de un destino común, en el compromiso con los derechos de todos y en la propagación del bienestar general.
Por eso festejemos este cumpleaños Bicentenario con ganas, como un hito histórico que reconozca nuestro ingreso a la madurez institucional, poniendo entero el cuerpo (cabeza, brazos y pecho) a un futuro próspero de argentinidad.


Julián Portela – abogado constitucionalista

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