CORDERA Y EL PASTOR: PARABOLA DE LA HIPOCRESIA
CORDERA
Y EL PASTOR: PARABOLA DE LA HIPOCRESIA
¿En qué se parecen un rockero sexualmente
desbocado y un arzobispo que insta a una vuelta legislativa al pudor y al recato?
A no equivocarse, la proposición dialéctica no derivará en un chiste fácil, sino
más bien en un análisis constitucional sobre la respuesta estatal uniforme que actualmente
reacciona ante toda declaración provocativa, fomentando la hipocresía (“no
digas lo que piensas”), cerrando lentamente el radio de libertad de expresión que
garantiza nuestra Carta Magna y empobreciendo nuestro horizonte de diversidad.
El primer disparador lo
configuró la difusión por las omnipresentes redes sociales de las revulsivas
declaraciones que en una entrevista dio un conocido cantante (Gustavo Cordera),
al haber expuesto una visión personal indudablemente denigrante sobre la condición
femenina, aunque sin confesar comisión ni instigar técnicamente delito concreto.
Sin perjuicio de su posterior arrepentimiento público, ha cundido una ola de
represalias comerciales contra el músico (suspensión de conciertos y de
difusión de su música, por ejemplo), particularmente coincidentes con una etapa
de fuerte concientización de los problemas generalizados de violencia de género
que sufre nuestro país.
Justamente en las antípodas de
esas declaraciones, y exponiendo quizás una mirada que seguramente es
compartida por parte del clero, este martes otra polémica se disparó con la
difusión de una columna en el diario El Día del arzobispo de La Plata Héctor
Aguer, donde bajo el incendiario título de “La fornicación”, además de expresar
su crítica personal sobre la mediatización de la vida sexual de famosos y sobre
las nuevas prácticas de relacionamiento entre jóvenes, aprovechó para enfatizar
su cuestionamiento frontal al reconocimiento legal progresivo que ha conferido
el Estado a lo que considera desvíos sexuales (matrimonio igualitario y
adopción de parejas homosexuales).
Volviendo al interrogante
inicial, corresponde avocarse a cuál puede ser el vector común de estas declaraciones
polémicas y tan disímiles de personajes que parecieran no poder ser más
antagónicos (cual ángeles y demonios): justamente eso, que ambos tensionan al
máximo los límites de nuestro radio de tolerancia como sociedad ante la
diversidad de opinión. Y la prueba más objetiva de las restricciones que
quieren imponerse ante esos discursos transgresores (sea a favor de la
despenalización del estupro o la revisión legislativa de los derechos
concedidos a una minoría), encontramos el hecho objetivo que ambas posturas han
merecido la pública impugnación formal del INADI, ente gubernamental que ha
juzgado que en ambas opiniones se ha cruzado la valla del respeto mínimo a otro
género de personas (mujeres y homosexuales, respectivamente), instando
denuncias penales y administrativas según el caso.
En otro factor de comunión
personal preexistente, debo reconocer que por años he escuchado regularmente la
música de Cordera (principalmente de su paso magistral como líder del grupo
Bersuit, con temas antológicos como “Un pacto para vivir” o “Murguita del Sur”),
y que me considero a la vez un católico platense (por lo que vendría a ser parte
del rebaño del pastor de la ilustre ciudad de las diagonales), comulgando
críticamente con los valores y la visión solidaria con los más débiles que
promueve la religión oficial de nuestro país. Pero reconocidas liminarmente esas
coincidencias subjetivas, corresponde ahora alejar de mí toda reivindicación de
los recientes dichos de Cordera sobre la histeria femenina o incluso –salvando
lógicamente la distancia- de la visión anacrónica sobre la supuesta Sodoma y
Gomorra en que viviríamos los argentinos por reconocer nuevos derechos a las
minorías sexuales, según nuestro líder religioso local. En ambos extremos, esas
opiniones genéricas sobre el estado de las cosas pueden no compartirse y hasta
merecer un reproche moral. Pero sólo moral.
Y hete aquí el quid de este artículo, pues por
el presente pretendo demostrar sucintamente que es inconstitucional el inicio automático del andamiaje del sistema
penal o contravencional como reflejo automático ante declaraciones genéricas,
cualquiera sea su entidad. Y digo esto particularmente en el caso de expresiones
con las cuales en nada concuerdo, puesto que así como hipocráticamente a los
médicos les corresponde curar sin excusas al delincuente herido, a los abogados
nos convoca posicionarnos en defensa de la más amplia libertad de expresión
justamente en las opiniones más alejadas de nuestra visión de las cosas
(recordando el lema republicano de Voltaire “estoy en desacuerdo con lo que
dices, pero defenderé con mi vida que puedas expresarlo”).
Vale recordar que no hace tanto fue
la Corte Interamericana de Derechos Humanos quien conminó al Estado argentino a
que modificara su legislación penal en la materia, enfatizando que el régimen
punitivo siempre debe ser de excepción para sancionar las expresiones (dictaminando
a favor del periodista Kimel). Por eso luego se restringió la tipificación de
calumnias e injurias, como antes se había derogado el desacato (crítica a
funcionarios públicos) y, entiendo, más temprano que tarde deberán acotarse las
actuales figuras penales de tipología vaga y genérica de muy dudosa
constitucionalidad que siguen afectando la plena la libertad de expresión, como
lo hace principalmente la apología genérica
del delito (por lo que se imputa a Cordera, o en su momento a Calamaro o a
León Gieco). Igualmente disfuncional es que se haya transformado a un ente tan
relevante para la defensa de las minorías y los desprotegidos como lo debe ser
el INADI, en un mero ariete institucional de censura “ex post facto” para
atemorizar a artistas y personajes públicos, en un virtual foro administrativo
de juzgamiento de opiniones y posturas
ideológicas o religiosas. En una democracia, donde la convivencia racional entre
mayorías y minorías es imprescindible, la represión y la sanción deberían ser
la última ratio y no una amenaza
constante.
Cuando se habla aquí de libertad
de expresión naturalmente no se está involucrando a otros tipos penales
concretos (amenaza, instigación, etc.), sino que se cuestiona la movilización y
afectación del sistema represivo estatal (fiscales, jueces, entes
administrativos y otros recursos que precisamos para investigar corrupción y
delitos graves) para analizar, reprimir, castigar y –cuanto menos- atemorizar a
quienes quieran expresar lo que sienten sobre lo que es y lo que para ellos
debiera ser nuestra sociedad. Aún, y especialmente aún, cuando esa opinión sea diferente
y minoritaria: la genérica apología del delito se ha transformado en una
herramienta de limitación de las “provocaciones” o “transgresiones” que
tensionan el status quo ideológico y
axiológico, ante lo cual debe recordarse junto a Erich Fromm que todo gran
avance de la sociedad ha provenido siempre de opiniones minoritarias y
disruptivas que generan fuerte resistencia (así lo podrían testimoniar
históricamente Galileo, Rousseau, Mariano Moreno, Newton, Gandhi y hasta el
Jesucristo crucificado). Dudo mucho que declaraciones lindantes a la misoginia
o a la homofobia escondan alguna genialidad, pero igualmente son posiciones
personales genéricas que deben ser evaluadas y criticadas solo desde el plano
moral o religioso, puesto que nuestra Constitución –que desde siempre es
garante de la mayor amplitud de expresión, arts. 14 y 19- asegura la
posibilidad de exponerlas, sin temor a callarlas bajo una frontera omnipresente
de potencial discriminación, que se ha vuelto en una virtual caza de brujas
para limitar que los discursos solo versen dentro del orden estatuido.
Debo ser claro: como ciudadano
deseo y como abogado debo promover que cualquiera (particularmente artistas que
provocan, periodistas que investigan, religiosos que aconsejan y políticos que
proponen) pueda expresarse lo más ampliamente posible, sin mayores temores ni
condicionamientos previos, aún a costa de tener que escuchar cada tanto declaraciones
moralmente repugnantes para mi escala de valores. Pero sólo así nos
garantizaremos que el código penal no se transforme en un instrumento oficial
de “elogio a la hipocresía”, que –como toda arma de doble filo- además
de menospreciarnos como ciudadanos sobre lo que podemos analizar, también nos
inhibe de cuidarnos de personas indeseables que puedan ocultarse bajo máscaras de corderos por mero
temor. Perder el miedo a transparentar las opiniones es también considerarnos
suficientemente maduros para poder calificar y decidir libremente por nosotros
mismos qué escuchamos, qué leemos y a quién admiramos. Por eso, garantizar la
más amplia libertad de expresión será siempre, indudablemente, apostar a
nuestra capacidad de evolucionar como sociedad.
Julián Portela
Abogado constitucionalista - Profesor
UNLP
Comentarios
Publicar un comentario