El Triunfo del Villano
La sorpresiva victoria de Donald Trump en la
elección políticamente más relevante del planeta, nos obliga a reaccionar
rápidamente, reflexionando por encima de lugares comunes, porque ya es
inexorable que desde el próximo enero el hombre más poderoso del mundo será efectivamente
el villano de la película: famoso malvado de un reality show, un empresario tan exitoso como polémico en sus
declaraciones nacionalistas y sexistas, repudiado por todo el progresismo
cultural y la mayor parte del periodismo, vanidoso de su rigor forzado y terriblemente
egocéntrico. Este escenario nos remite inexorablemente a la más temida y
maniquea pregunta de nuestra infancia: ¿qué pasa cuando ganan los “malos”?
Primeramente corresponde eludir una pose
de forzada indiferencia ante el resultado de una elección en la que los
argentinos no participamos: guste o no, Estados Unidos es desde hace casi un
siglo la punta de lanza del sistema capitalista y un protagonista primario del
orden mundial, determinando con sus decisiones políticas, económicas y hasta
bélicas el clima y la paz del resto del planeta. Es decir que, aunque tardemos
más o menos en asumirlo, esta elección paradigmática realizada por extraños y a
miles de kilómetros nos influirá en alguna medida a todos por los próximos
años.
El modelo estadounidense de democracia, la más
antigua sin interrupciones de la historia (ya con 240 años), se ha
caracterizado por un bipartidismo que jamás se ha quebrado y que tampoco lo
hace ahora, pues si bien Trump es un novato absoluto en la política (esta es su
primer elección y no ha desempeñado antes cargo público alguno), ha optado por
competir directamente por la presidencia dentro de la estructura partidaria del
Partido Republicano (el más viejo y el más conservador), evitando
autopostulaciones extrapartidarias como la que una década atrás intentara
infructuosamente otro millonario excéntrico, Ross Perrot, con tremenda
inversión electoral y nulos resultados. Trump no llega entonces por un golpe de
suerte, sino como un fenómeno electoral que venció cada obstáculo de la
larguísima campaña presidencial norteamericana (de más de un año intensivo
desde la postulación), desgastando primero en los caucus a sus formados contendientes partidarios (senadores y gobernadores),
para ir atrapando luego las preferencias del electorado medio norteamericano
caracterizado por los “wasp” (white anglo
saxon protestants, mayoría blanca protestante anglosajona), con un discurso
proteccionista de los intereses nacionales, con desprecio por ciertas minorías
(los latinos en particular y los inmigrantes ilegales en general) y posturas de
indefendible machismo. Y claramente no pudo contra su irrefrenable avance a la
Casa Blanca la equilibrada figura demócrata de Hillary Clinton, de perfil marcadamente
antagónico, con toda su experiencia en el mundo de la política (ex primera
dama, senadora, canciller norteamericana) con el apoyo de la mayoría del mundo
político tradicional, incluyendo hasta algunas fuertes figuras republicanas, todos
más espantados del discurso populista extremo de Trump que enamorados de la
tibieza de las posturas continuistas de la candidata oficialista.
No es un dato menor destacar que Trump se consagra
presidente obteniendo menos votos totales que Hillary, pero al regir un
esquema indirecto de Colegio Electoral (como existía hasta 1994 en nuestro
país), los electores intermedios republicanos terminan siendo considerablemente
muchos más que los demócratas. Es decir, nuevamente, como ocurrió en el 2000
entre Bush jr. y Al Gore, se consagra presidente al segundo en cantidad de
votos emitidos. Ello porque el sistema constitucional de elección indirecta de
EEUU privilegia el federalismo incluso por sobre la aritmética democrática, jerarquizando
involuntariamente a determinados Estados claves (siempre Florida entre ellos)
que son decisivos ante elecciones de final parejo. Corresponde remarcar el respeto
incondicional de los norteamericanos a las reglas del juego aún, y sobre todo,
cuando les son contrarias, pues ese es el paradigma de la fortaleza de sus
instituciones. Otro tanto vale decir de la inexistencia de intentos de forzar
el límite de relecciones que fija la Constitución: tanto Barack Obama, como
antes ocurriera con Bill Clinton, se volverá a su casa a temprana edad y con
altísima popularidad, sabedor de que no volverá a ser presidente porque la ley
está por encima de las personas. Moraleja: quizás el eje del éxito
institucional está en el respeto a la norma, no en los personajes que ocupan
dinámicamente puestos de poder…
En fin, ocho años después de la revolución del
cambio que prometiera la asunción del primer presidente negro en EEUU, a
contramano con la mayoría de las encuestas y de la polarización previa que
agudizó una campaña agresiva como nunca en la historia electoral
norteamericana, es un hecho que Donald Trump es el nuevo presidente electo de
la nación más poderosa del mundo, y encima gobernará en sintonía con una
mayoría republicana absoluta en ambas cámaras del Congreso. Qué esperar
entonces?
Primeramente que los partidos políticos
tradicionales deberán percatarse de que la democracia está exigiendo nuevos
canales representativos, menos acartonados en políticos profesionales y
currículums interminables, y más ligados a una comunicación efectiva de
objetivos concretos y valores palpables (respeto, defensa, seguridad) a través
de interlocutores fiables por su propia experiencia de vida. Las últimas
elecciones argentinas también pueden dar fe de ello. La política electoral no
será la misma después de esta experiencia norteamericana, pues se dio un
escenario utópico del que hasta los propios Simpsons
(caricatura política por antonomasia de la sociedad estadounidense
contemporánea) anticiparon como apocalíptico, cuando en un episodio del año
2000 imaginaron al mismísimo Trump dejando la presidencia de una nación
devastada.
Pero valga aquí nuevamente un voto de confianza
para la fortaleza de las instituciones y del sistema de control y balanceo previsto
en la vieja Constitución de Filadelfia: en el caso de Trump –y como alguna vez
ocurriera con el peor presidente estadounidense de los últimos tiempos, el
limitado y apocalíptico George W.Bush- es de esperar que sea el propio partido
republicano que lo prohijó como candidato quien, con su mayoría en el Congreso
y la contención de un equipo de asesores, modere o hasta frene las iniciativas
discrecionales o caprichos excéntricos (como su emblemático proyecto de un mega
muro para bloquear a los vecinos mejicanos cuestionado hasta por el Papa
Francisco, o la puesta en práctica de las deportaciones masivas). Y en su
defecto será misión de la propia Suprema Corte de Justicia el limitar los
eventuales abusos de poder o la violación a derechos fundamentales de propios y
extranjeros, bajo riesgo de permitir una personalización del Estado
norteamericano (lo que nunca ha sucedido).
Por eso, más allá de cómo se desarrolle esta nueva
película de Hollywood con un villano de protagonista principal (el tiempo dirá
si sólo fue una pose electoral), esta experiencia internacional importará un
desafío para validar la fortaleza de las instituciones de control republicano
de la mayor nación del planeta, y a los argentinos en todo caso nos servirá de
ejemplo para apostar definitivamente por la renovación de los canales
representativos y el fortalecimiento de las instituciones de control, porque la
historia nos recuerda que también aquí nos solemos equivocar a la hora de
elegir…
Julián Portela – abogado constitucionalista
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