VOX POPULI, VOX DEI?
"El precio de desentenderse de la política,
es ser gobernado por los peores hombres"
Platón
Cuánto vale
realmente nuestro voto? Es la legitimación democrática de los líderes una
garantía contra todos los males? Ante la inminencia de las elecciones generales
que definirán la conducción política en nuestro país, provincia y municipio
para los próximos cuatro años, es inevitable reflexionar sobre la incidencia
real de nuestra obligación de sufragar, máxime en un contexto regional donde masivas
protestas jaquean a los gobiernos democráticamente elegidos de varios países
vecinos. Adelantemos que consideramos tan insuficiente una democracia que no se
apoya en una Constitución nacida de fuertes consensos sociales, como aquella
que no posee resortes para evitar apartamientos constitucionales manifiestos.
Veamos el
paradójico caso de Chile, tan alabado por buena parte del empresariado y de la
clase política argentina como el mejor ejemplo latinoamericano de
implementación de la economía de mercado, que nos sirve de base para sacar
algunas conclusiones. Sin entrar en un análisis profundo sobre la complejidad
del fenómeno masivo e inorgánico de protestas que esta semana se encuentra
interpelando al poder democrático elegido hace apenas un año, vale reseñar que ahora
el propio presidente Piñera ha terminado reconociendo que la distribución de
los beneficios económicos del progreso chileno de las últimas décadas ha
olvidado a buena parte de la población (los trabajadores principalmente),
condenándola a ser espectador del triunfo y despegue de la clase alta. Esto es
absolutamente entendible cuando el esquema desigual de distribución de ingresos
encuentra legitimidad en una Constitución diseñada por y para beneficio de la
clase social más privilegiada, en plena dictadura de Pinochet. Entonces riqueza
nacional no necesariamente conlleva justicia social, como bien ha resumido Eduardo
Galeano: “¿Dónde
se cobra el Ingreso per Cápita? A más de un muerto de hambre le gustaría
saberlo. En nuestras tierras, los numeritos tienen mejor suerte que las
personas. ¿A cuántos les va bien cuando a la economía le va bien? ¿A cuántos
desarrolla el desarrollo?”.
Pero
mientras a los vecinos trasandinos les ha llegado la hora de dirimir sus deudas
históricas seguramente con una reformulación de su texto constitucional, vale
preguntarnos por aquí si –con una Constitución de indudable legitimidad
democrática- puede un gobierno elegido mayoritariamente deslegitimarse por el
ejercicio de su función: claro que sí, en la medida que se aparte de los
objetivos de vida que nos planteamos como meta los argentinos para convivir.
Baste recordar analógicamente lo que ocurrió en 2001 al perder toda legitimidad
un gobierno democráticamente elegido, pero de ejercicio funcional divorciado
con la Constitución y generador de una desigualdad social intolerable. El pueblo,
como soberano final, tarde o temprano se expresa cuando fallan las
instituciones, exigiendo reformular el pacto social de convivencia.
Y cuáles
son las metas nacionales que no deben ningún gobierno puede ignorar? Hace un
par de semanas se viralizó en las redes un cuestionamiento por plagio a un
discurso electoral de un candidato (ahora electo) a gobernador del Chaco, en
tanto incluía un fragmento simétrico a la famosa oratoria de cierre de campaña
que Raúl Alfonsín realizó ante más de un millón de seguidores, en las vísperas
de la vuelta a la institucionalidad en 1983. Como predicador del
constitucionalismo como mecanismo más saludable de organización racional y
consensuada de la vida social, no solo no veo cuestionable que se reciten una y
mil veces los objetivos del preámbulo, sino que por el contrario, instaría a
que todos los candidatos a que los repasen ante cada promesa electoral y se
comprometan a respetarlos en forma conjunta, y no aislada: es inviable seguir
predicando que se pretende promover el bienestar general si se lo hace
marginando a una parte de la sociedad, o afianzar la justicia sin un compromiso
concreto con la transparencia y rendición continua de cuentas, ni menos aún si
se discrimina el respeto de las libertades entre propios y opositores entre los
habitantes que habitan el suelo argentino.
Cada voto
es entonces nuestra personal apuesta concreta a que el candidato elegido
buscará representar de la mejor forma la búsqueda de esos objetivos, pero
siempre será la Constitución (perfectible, pero democrática y consensuada)
nuestra mejor herramienta para limitar los desvíos posteriores en que el
ejercicio del poder suele recaer. En nuestra democracia republicana, lejos de
agotarse solo con el voto, la voz del soberano se complementa entonces con el
imperio de una ley con pretensiones equitativas: votemos con responsabilidad, pero
velemos luego que los elegidos no se aparten de las metas constitucionales que
nos hemos fijado para nosotros, y para nuestra posteridad.
Es cierto, como también que la mayor parte de la población se desliga de la responsabilidad del voto y la democracia, que es el velar por le cumplimiento de las promesas electorales (el último en cumplirlas fue Carlitos, y en parte Neshtor)
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