El deber de elegir bien

 


Síganme, que no los voy a defraudar” rezaba un eslogan de campaña presidencial a fines de los ochenta, invitando a una ciudadanía apremiada por la crisis hiperinflacionaria a que confiaran ciegamente en un candidato que luego inauguraría la era del más cruento pragmatismo político de nuestra novel república. Transcurridas ya tres décadas y más de una docena de elecciones, y estando a menos de un mes del inicio de la próxima votación, las invitaciones electorales lucen igual de efectistas, axiológicamente neutras y visualmente tan promisorias que dificultan la diferencia entre candidatos.

Sabido es que, además de los derechos que nuestra Constitución reconoce y garantiza a cada uno, también impone obligaciones concretas (como respetar las normas, pagar tributos, cursar la enseñanza mínima, atestiguar) y justamente el votar periódicamente en los actos comiciales que –año de por medio- nos ofrece el cronograma electoral, es una de las más importantes (art. 37). Esta obligación tiene una faz jurídica-simbólica que se agota en votar (cumplir formalmente con el sufragio formal, ingresando nuestro sobre lacrado en la urna) y una política y moral, de mucho más valor como ciudadanos de una democracia de construcción cotidiana: el deber de elegir bien.

Pareciera paradójico que alguien pueda sostener justamente en una democracia (donde la más amplia libertad de elección es la base del modelo político) que es misión constitucional que los ciudadanos deben “elegir bien”, siendo que la oferta electoral es variada, y reina la subjetividad a la hora de valorar si es mejor optar por candidatos de tal o cual partido político.  Pues bien, a través de esta columna intenta alertarse que la obligación cívica de votar no puede considerarse agotada con la mera emisión del voto (cumplimiento mecánico de una mera formalidad burocrática), sino que sólo puede considerarse realmente democrático nuestro aporte legitimante si nuestro sufragio es precedido mediante un ejercicio previo de análisis, cotejo y definición de la mejor alternativa en cada nivel de elección, que nos permita confiar en que realmente cumplimos con nuestro deber de elegir al mejor (o al menos peor, como se prefiera definirlo).

Faltan poco más de tres semanas para las inminentes elecciones primarias del domingo 11 de agosto, y ese tiempo apenas alcanza para la difícil misión de conocer, evaluar y cotejar cada boleta que finalmente entrará en nuestro sobre. Solo para los platenses, conforme Decreto PBA 268/19, deberemos definir entre las alternativas para las fórmulas presidenciales, diputados nacionales (35 cargos), a gobernador, senadores provinciales (3), y municipales (intendente, concejales -12- y consejeros escolares -5-). Claramente no facilita la labor de elegir bien el histórico método de unificar en nuestra gigantesca provincia todas las elecciones (nacionales, provinciales y municipales) en un solo acto comicial, favoreciendo un análisis de arrastre nacional y restando el valor de lo local, además de evidenciarse lo complejo que es para el votante platense evaluar individualmente en listas sábanas (como la infinita de diputados) o no poder diferenciar en distintas boletas entre ejecutivo municipal, concejales (cuando el sistema republicano justamente tiende a diferenciar los poderes) y consejeros escolares (cargo del que muy pocos conocen su función).

Claro que más fácil lo tiene el elector militante, aquél que profesa con vehemencia el apoyo histórico a tal candidato o a tal partido, pues para ellos es mucho más simple “elegir bien”, con plena conciencia y confianza legitimante al introducir la boleta entera sólo por su color sentimental. Pero existe un grueso de los electores (aquellos que las encuestas suelen calificar de “independientes” o, más fríamente: NS/NC), que son decisivos a la hora de definir todas las elecciones, y que no se contentan con lealtades partidarias (o de automático rechazo a otro) a la hora de opinar de políticas públicas, atraviesan las grietas coyunturales y hasta rehúyen de fidelidades ciegas a candidatos que no ofrecen en su vida política una coherencia ideológica, un patrimonio transparente o, al menos, un compromiso inquebrantable con sus promesas electorales.

Para ellos, históricos defraudados de votos alguna vez esperanzados, críticos de un sistema de control de la función pública que sigue haciendo agua por todos lados, pero a la vez agradecidos del derecho a gozar de una democracia cuya vigencia aún nos enorgullece como argentinos, corresponde la difícil tarea de analizar y comparar en un amplio menú de candidaturas, no siempre suficientemente apetitoso. Los consejos para la casi imposible labor de “elegir bien” surgen todos del sentido común: empezar el análisis por lo local evitando la siempre generalizante vocación partidaria de nacionalizar nuestra decisión a todo nivel, indagar sobre historiales políticos y desempeños previos en la función pública de los principales candidatos, desconfiar tanto de las promesas electorales sin respaldo programático (sin base concreta de medidas a adoptar) tanto como los oficialismos que apuran obra pública sobre las fechas mismas de las elecciones,  ponderar el espíritu democrático de respeto al adversario y de la autocrítica sobre errores pasados, jerarquice el compromiso con políticas explícitas de transparencia, control de corrupción y protocolos de actuación ante denuncias; la sensibilidad social frente a una sociedad con pobreza estructural, el respeto de las minorías y la contención, el cese del voluntarismo (no habrá milagros sanadores, ni superlíderes mesiánicos que puedan blindar contra esta anomia ya cultural). Asumir que el compromiso de fortalecimiento institucional, implica el comprender que no hay superhéroes en la política que puedan estar blindados contra la corrupción, deber cívico de la desconfianza.

Por ello, lejos de la invitación menemista al seguimiento incondicional y a ciegas, la historia de la humanidad y toda la ciencia política proponen lo contrario: corresponde desconfiar sistemáticamente (no personalmente) de toda persona que llegue al poder, sea nuestro líder, nuestro familiar o, incluso, uno mismo. La reformulación adecuada del lema electoral debiera ser, entonces: “vótenme, que me comprometo a ser siempre controlado por ustedes”.


Julian Portela (UNLP)


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